Obra Primera (1958-1986),
Max Rojas,
México: Malpaís ediciones, 2011.
por Fernando Corona
Hay una consabida idea del aparentemente reconocible lenguaje poético: suerte de código que se desea sentir y entender a partir de lo que el sentimentalismo –esto es, la sensiblería, no la sensibilidad– pretende captar desde la hechura del poeta y que, en apariencia, no es sino un rejuego retórico en virtud del cual parece que las personas pueden comulgar las emociones sentidas con los impulsos vitales que el poeta –si es auténtico, claro– evoca. De tal modo que anda flotando por ahí, escurridizamente, a buen resguardo del arte veraz y entusiasmado, un modelo que es esquema rígido y simplón, al tiempo que estribillo cansino y manoseado, en el cual el llamado gran público detecta lo que, desde sus registros, llama poesía.
En dicho esquema, curiosamente, son los seres prosaicos (hablo escrituralmente, desde luego) quienes pretenden marcar la pauta y la norma de un quehacer que, a fuerza de juzgarlo mal desde sus registros sensitivos mundanos, atenaza el lenguaje en un amarre más tenso que el propio hablar lógico y en prosa, haciendo que incluso las metáforas, las imágenes, las alegorías y los símiles obedezcan el esquema que desean seguir sintiendo “lógico”.
A desmedro de todo esto, sin embargo, hay afortunadamente en cada cierta época un poeta que asume en serio esa suerte de disciplina en libertad que es el hablar desde la voz que se ha encontrado a sí misma y sólo ella puede decir, a su manera y con sus métodos, lo que tal vez ya se haya dicho o se dirá en términos de sensación o sentimiento nuevamente vivenciado. El poeta es así el humano diciendo, gritando, balbuceando, cuestionando, bendiciendo o maldiciendo su condición del ser que tropezó de nuevo con la piedra que no ha cambiado sino de nombre y polvo.
Es por ello que Calderón no sale de sus rejas de sueño, como tampoco Píndaro lo hizo de los sueños de sombra en que advirtió al hombre, o menos Unamuno de la niebla inquietante, ni Alfonso Reyes de andar teniendo que correr por calles tétricas, o incluso el huapanguero que se emborracha de sentimiento ante las “vaciladas que son parte del vivir”. En todo esto hay una suerte de condición general ante el destino que se agrupa en todo ese campo semántico que mira la situación de la existencia humana como apariencia engañosa tras el velo de lo efímero, y entonces es lo que resta (el olvido, el grito, la huella) el pábulo para encarar las embusteras figuraciones de lo que parecía ser y sólo transvivía (el sueño, la sombra, el reflejo, el eco).
Max Rojas azotó su sentir y su hablar en esta tónica en el deslumbrante libro El turno del aullante, obra inigualable como cada voz distinta en un mercado. Hay una suerte de tonalidad ceniza y gris que toma el libro conforme se avanza por sus páginas; una visión de tarde que se apaga, pero advirtiendo o amenazando con un anochecer de brasero o de inminente ráfaga. Son éstas las “estaciones del olvido” que, voluntaria o involuntariamente, se inscribieron en ese registro semántico que el joven Rimbaud dejara varios decenios antes al fundar con sus saisons uno de los tópicos esenciales de las personalidades poéticas, tan complejas y desesperadas como incomprensibles. Y es ahí que el poeta se sabe sombra y perseguido por sombras, en un delirio onírico que, visto desde fuera, puede causar el goce estético de ver un Remedios Varo, pero que, visto desde dentro, no es sino la esquizofrenia del ser frente a su espasmo fijo y permanente.
Pero Max también en ese centro, cuya hora precisa es siempre noche o –mejor aun– medianoche, y de ahí a sus periferias psíquicas y anímicas, encuentra el limbo ideal para lanzar su vértebra parlante del único modo que le es posible: bramando como el animal que es y se ha redescubierto, un ser de aullido (no define claramente si es perro o lobo o nahual, pero sí un ser de aullido). Y el lenguaje que nace de ello es uno que poco a poco se desnuda de la retórica común del ser prosaico para, más que jugar, desencajarse y volverse queja desde hocico, más que habla desde boca, con lo cual nacen o brotan como plantas tercas vocablos inesperados, no por invención audaz, sino por presencia incontrolada.
Es, así, Max la sombra diaria, la despersonalización para volverse escombro, un mortal que se amortaja vivo en el contorno que se sabe tumba, y de todas formas sigue caminando, hecho ceniza, vuelto polvo, teñido de gris, confundido en noche. Y ahí, mirando hacia el afuera, si “al decir de los pájaros la muerte sólo es trino que se va”, en la lengua de este ser de aullido la vida es esa muerte que se fue sin destruir el cuerpo que sigue taladrando el aire con inteligibles sorbos de balidos.
Pero el aullido no está vedado para establecer lenguaje, y así, las caras de este turno en la fila de las hablas que toca en suerte a Max también asume las veces que el idioma común y corriente tiene para tipificar los rubros en su afán encajonante. Hay elegía que en realidad es “como grito” en un espacio idóneo: la tarde de diciembre, donde el poeta aullante se hace acompañar de Eliseo Diego (otro vicoferador de aúllos) para inscribirse en esa voluntad de, si ha de ser preciso soñar, entonces a soñar despierto, pues a final de cuentas, como el propio Max acaba aceptando, “todo duele, nada importa”. Y, como elegía, también hay canciones, sencillamente para esperar la muerte:
Déjenme madrugar
mi propia madrugada,
¡y basta!
Después quiero morirme.
En “El turno del aullante” Max inicia reconsiderando que está o estaría frente a los otros que son quienes esperan de la poesía lo que la tradición prosaica ha ido encapsulando en lógicas dóciles y obedientes retóricas. Max pide perdón por su “forma de amargura”, pues en su instante creativo, que es el grito y el desgarre, le sale “de muy dentro … lo animal desbocado”, “la verdadera furia” que le empuja:
esto de maldecir espinas por la boca
lo formalmente triste,
lo exactamente amargo como el llanto.
Y es entonces su lenguaje una voz descalabrada, un eco interior que reconoce la dificultad de que a alguien importe un hablar que es “gritada”, “bramido balbuciendo”, “lenguaraje”, un “qué decir o cómo y para qué”, un acto de “linguar” que se le quedó
una tarde apergollado
y dándose de topes contra el suelo,
en un lugar adonde para qué volver,
si pretender apuntalar mi lengua
es tanto o mucho más difícil
que pretender, ahora,
enseñarle a mascullar palabras,
y hoy la hablación me sale a punta
de trancazos,
y más que hablar
lo que me cuaja en la garganta es un aullido
y una ardición de las que escaldan la huesera
con un desmadre tal que ya no balbucir,
sino mover los labios duele,
y más acá el palabrerío pugnando
por salir —y cómo, si hay una trabazón
que ni manera de decir te amo
y mucho menos más lo que por dentro saja
y a empujonazos quiere hablar diciendo mucho
y sólo un dolorón se le amontona
a puñetazos en la boca;
por lo demás, si a quién le importa
un bledo hasta qué vertebras linguales
me estoy desvertebrando
ni hasta qué tantos de mi carne
me ascua este alarido
mejor me guardo el descalabre
entre mi herrumbre, y esculco
alrededor por ver si me hablan.
Lenguaraje hoscón es éste, pues, que anda entre tarascazos y fregadazos, jodiendo recio y embronconándose, “a puro hueso carcomido” sonando en los labios y la tinta del poeta. Y estamos, entonces, en una clara repercusión parlante del encontrar una lengua al interior de esa zona demencial que es el sin sentido, donde el poeta en serio, si quiere llegar, da el brinco desde el idioma domesticado y manso que el prosaico entorno le encomienda hacia el inconsciente donde lo que se va a decir, como se va a decir y sobre lo que se va a decir tienen valor, importancia, vigor y entendimiento en la medida en que a nadie le importa y probablemente no se entienda.De ahí que Max escriba al borde de los pozos más que a la orilla de una grada donde pudiera haber oídos, encontrándose en lo oscuro de un bramar o de un balido, entre zarzales más que entre bucólicos parajes y en un cencerro funeral esperpéntico más que en una armónica lira. Este poeta aullador es también doliente, la “mísera faz de apagador de teas” que va entonando trenos por las muertes diarias y anónimas, así como la propia, que lo obliga a aterrarse de su propio ruido por el silencio que le “deslenlengua a gritos”.
Y del turno de un aullante a un ser en la sombra no media ni el paso, pues se ha dejado de andar para arrinconarse en la vivencia del vidro, que es fuerza, sí, pero no deja de ser cristal fijo y frágil. Es entonces su ser un desastre, un derramar la sed, una lengua calcinada que bebe salitre, un ansia de ser cuerpo. Es esta sombra la neblina que cubre todo, que ella misma se hace niebla y donde no cabe ya lugar en el lenguaje sino para el soliloquio de un suicida:
Me voy, o hace tiempo
dejé que se pudrieran las manzanas.
Fui, pero no: siempre estuve de oscuro.
Silencio y sombra me habitaron.
El poeta ya no sólo se hizo oscuro, sino que su lengua vociferante y cruda se hizo ya meramente crujido, un crepitar en el silencio: “Crujidos siendo soy. Sólo crujidos”. Después hay cabida solamente para un epitafio, que esta vez sí se especifica que es de perro aunque el aullante quedó en otro libro:
Fue de sombra.
Aquí no está sino la sombra
de la sombra de un hueco que una vez
cavó buscando el alba.
Lo asombroso de esta salida hacia el final del libro es que, a pesar de todo, se reconoce que no hay olvido; el poeta se sabe sueño hecho piedra, pero palpa un muro que en realidad es pared y, a pesar del cristal y la sangre, no hay olvido, terminando la travesía de sí mismo con el acercamiento a su propia sombra:
Fuiste, o no: eres cuerpo,
cuerpo deseado. Qué abrasante.
Aquella brasa queda.
Queda, calladamente vienes, triste o dulce,
a veces vienes, clavo que ya, cómo desgarra.
Yo te quiero.
Ceniza o qué. Aquel rescoldo.
Qué desolado está, sin ti,
este o aquel mundo que tú poblaste de linternas.
Ven.
Cuánto silencio hay. Cómo te llama.
Es Max, entonces, animal de aullidos, especie de grito que no ha encontrado cuerpos, mismos que buscará incansablemente en los años posteriores, en un recuento y un redescubrimiento de su propia voz y su intangible sombra. En esa negritud hay un lenguaje, una taladrante obsesión por decir de la manera más burda y más honesta, el deshuesadero y la vorágine que ahí se viven. Poeta estentóreo, heredero sin herencia de quienes van al olvido pero se ven devueltos pronto al escenario de las lenguas hondas, Max Rojas no es voz generacional, va solo desde hace decenios y hoy encuentra en la carnalería del carnaval que es hoy esta Babel de mil y un voces un oído preciso para instalarse y esperar, como lo viene haciendo, el recuento de los hechos para ser escuchado y permitir que sea el lector quien, en un momento dado, tenga el turno del oyente y el privilegio de encarar sus dudas con las incomprensiones de una sombra.
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Max Rojas,
México: Malpaís ediciones, 2011.
por Fernando Corona
Hay una consabida idea del aparentemente reconocible lenguaje poético: suerte de código que se desea sentir y entender a partir de lo que el sentimentalismo –esto es, la sensiblería, no la sensibilidad– pretende captar desde la hechura del poeta y que, en apariencia, no es sino un rejuego retórico en virtud del cual parece que las personas pueden comulgar las emociones sentidas con los impulsos vitales que el poeta –si es auténtico, claro– evoca. De tal modo que anda flotando por ahí, escurridizamente, a buen resguardo del arte veraz y entusiasmado, un modelo que es esquema rígido y simplón, al tiempo que estribillo cansino y manoseado, en el cual el llamado gran público detecta lo que, desde sus registros, llama poesía.
En dicho esquema, curiosamente, son los seres prosaicos (hablo escrituralmente, desde luego) quienes pretenden marcar la pauta y la norma de un quehacer que, a fuerza de juzgarlo mal desde sus registros sensitivos mundanos, atenaza el lenguaje en un amarre más tenso que el propio hablar lógico y en prosa, haciendo que incluso las metáforas, las imágenes, las alegorías y los símiles obedezcan el esquema que desean seguir sintiendo “lógico”.
A desmedro de todo esto, sin embargo, hay afortunadamente en cada cierta época un poeta que asume en serio esa suerte de disciplina en libertad que es el hablar desde la voz que se ha encontrado a sí misma y sólo ella puede decir, a su manera y con sus métodos, lo que tal vez ya se haya dicho o se dirá en términos de sensación o sentimiento nuevamente vivenciado. El poeta es así el humano diciendo, gritando, balbuceando, cuestionando, bendiciendo o maldiciendo su condición del ser que tropezó de nuevo con la piedra que no ha cambiado sino de nombre y polvo.
Es por ello que Calderón no sale de sus rejas de sueño, como tampoco Píndaro lo hizo de los sueños de sombra en que advirtió al hombre, o menos Unamuno de la niebla inquietante, ni Alfonso Reyes de andar teniendo que correr por calles tétricas, o incluso el huapanguero que se emborracha de sentimiento ante las “vaciladas que son parte del vivir”. En todo esto hay una suerte de condición general ante el destino que se agrupa en todo ese campo semántico que mira la situación de la existencia humana como apariencia engañosa tras el velo de lo efímero, y entonces es lo que resta (el olvido, el grito, la huella) el pábulo para encarar las embusteras figuraciones de lo que parecía ser y sólo transvivía (el sueño, la sombra, el reflejo, el eco).
Max Rojas azotó su sentir y su hablar en esta tónica en el deslumbrante libro El turno del aullante, obra inigualable como cada voz distinta en un mercado. Hay una suerte de tonalidad ceniza y gris que toma el libro conforme se avanza por sus páginas; una visión de tarde que se apaga, pero advirtiendo o amenazando con un anochecer de brasero o de inminente ráfaga. Son éstas las “estaciones del olvido” que, voluntaria o involuntariamente, se inscribieron en ese registro semántico que el joven Rimbaud dejara varios decenios antes al fundar con sus saisons uno de los tópicos esenciales de las personalidades poéticas, tan complejas y desesperadas como incomprensibles. Y es ahí que el poeta se sabe sombra y perseguido por sombras, en un delirio onírico que, visto desde fuera, puede causar el goce estético de ver un Remedios Varo, pero que, visto desde dentro, no es sino la esquizofrenia del ser frente a su espasmo fijo y permanente.
Pero Max también en ese centro, cuya hora precisa es siempre noche o –mejor aun– medianoche, y de ahí a sus periferias psíquicas y anímicas, encuentra el limbo ideal para lanzar su vértebra parlante del único modo que le es posible: bramando como el animal que es y se ha redescubierto, un ser de aullido (no define claramente si es perro o lobo o nahual, pero sí un ser de aullido). Y el lenguaje que nace de ello es uno que poco a poco se desnuda de la retórica común del ser prosaico para, más que jugar, desencajarse y volverse queja desde hocico, más que habla desde boca, con lo cual nacen o brotan como plantas tercas vocablos inesperados, no por invención audaz, sino por presencia incontrolada.
Es, así, Max la sombra diaria, la despersonalización para volverse escombro, un mortal que se amortaja vivo en el contorno que se sabe tumba, y de todas formas sigue caminando, hecho ceniza, vuelto polvo, teñido de gris, confundido en noche. Y ahí, mirando hacia el afuera, si “al decir de los pájaros la muerte sólo es trino que se va”, en la lengua de este ser de aullido la vida es esa muerte que se fue sin destruir el cuerpo que sigue taladrando el aire con inteligibles sorbos de balidos.
Pero el aullido no está vedado para establecer lenguaje, y así, las caras de este turno en la fila de las hablas que toca en suerte a Max también asume las veces que el idioma común y corriente tiene para tipificar los rubros en su afán encajonante. Hay elegía que en realidad es “como grito” en un espacio idóneo: la tarde de diciembre, donde el poeta aullante se hace acompañar de Eliseo Diego (otro vicoferador de aúllos) para inscribirse en esa voluntad de, si ha de ser preciso soñar, entonces a soñar despierto, pues a final de cuentas, como el propio Max acaba aceptando, “todo duele, nada importa”. Y, como elegía, también hay canciones, sencillamente para esperar la muerte:
Déjenme madrugar
mi propia madrugada,
¡y basta!
Después quiero morirme.
En “El turno del aullante” Max inicia reconsiderando que está o estaría frente a los otros que son quienes esperan de la poesía lo que la tradición prosaica ha ido encapsulando en lógicas dóciles y obedientes retóricas. Max pide perdón por su “forma de amargura”, pues en su instante creativo, que es el grito y el desgarre, le sale “de muy dentro … lo animal desbocado”, “la verdadera furia” que le empuja:
esto de maldecir espinas por la boca
lo formalmente triste,
lo exactamente amargo como el llanto.
Y es entonces su lenguaje una voz descalabrada, un eco interior que reconoce la dificultad de que a alguien importe un hablar que es “gritada”, “bramido balbuciendo”, “lenguaraje”, un “qué decir o cómo y para qué”, un acto de “linguar” que se le quedó
una tarde apergollado
y dándose de topes contra el suelo,
en un lugar adonde para qué volver,
si pretender apuntalar mi lengua
es tanto o mucho más difícil
que pretender, ahora,
enseñarle a mascullar palabras,
y hoy la hablación me sale a punta
de trancazos,
y más que hablar
lo que me cuaja en la garganta es un aullido
y una ardición de las que escaldan la huesera
con un desmadre tal que ya no balbucir,
sino mover los labios duele,
y más acá el palabrerío pugnando
por salir —y cómo, si hay una trabazón
que ni manera de decir te amo
y mucho menos más lo que por dentro saja
y a empujonazos quiere hablar diciendo mucho
y sólo un dolorón se le amontona
a puñetazos en la boca;
por lo demás, si a quién le importa
un bledo hasta qué vertebras linguales
me estoy desvertebrando
ni hasta qué tantos de mi carne
me ascua este alarido
mejor me guardo el descalabre
entre mi herrumbre, y esculco
alrededor por ver si me hablan.
Lenguaraje hoscón es éste, pues, que anda entre tarascazos y fregadazos, jodiendo recio y embronconándose, “a puro hueso carcomido” sonando en los labios y la tinta del poeta. Y estamos, entonces, en una clara repercusión parlante del encontrar una lengua al interior de esa zona demencial que es el sin sentido, donde el poeta en serio, si quiere llegar, da el brinco desde el idioma domesticado y manso que el prosaico entorno le encomienda hacia el inconsciente donde lo que se va a decir, como se va a decir y sobre lo que se va a decir tienen valor, importancia, vigor y entendimiento en la medida en que a nadie le importa y probablemente no se entienda.De ahí que Max escriba al borde de los pozos más que a la orilla de una grada donde pudiera haber oídos, encontrándose en lo oscuro de un bramar o de un balido, entre zarzales más que entre bucólicos parajes y en un cencerro funeral esperpéntico más que en una armónica lira. Este poeta aullador es también doliente, la “mísera faz de apagador de teas” que va entonando trenos por las muertes diarias y anónimas, así como la propia, que lo obliga a aterrarse de su propio ruido por el silencio que le “deslenlengua a gritos”.
Y del turno de un aullante a un ser en la sombra no media ni el paso, pues se ha dejado de andar para arrinconarse en la vivencia del vidro, que es fuerza, sí, pero no deja de ser cristal fijo y frágil. Es entonces su ser un desastre, un derramar la sed, una lengua calcinada que bebe salitre, un ansia de ser cuerpo. Es esta sombra la neblina que cubre todo, que ella misma se hace niebla y donde no cabe ya lugar en el lenguaje sino para el soliloquio de un suicida:
Me voy, o hace tiempo
dejé que se pudrieran las manzanas.
Fui, pero no: siempre estuve de oscuro.
Silencio y sombra me habitaron.
El poeta ya no sólo se hizo oscuro, sino que su lengua vociferante y cruda se hizo ya meramente crujido, un crepitar en el silencio: “Crujidos siendo soy. Sólo crujidos”. Después hay cabida solamente para un epitafio, que esta vez sí se especifica que es de perro aunque el aullante quedó en otro libro:
Fue de sombra.
Aquí no está sino la sombra
de la sombra de un hueco que una vez
cavó buscando el alba.
Lo asombroso de esta salida hacia el final del libro es que, a pesar de todo, se reconoce que no hay olvido; el poeta se sabe sueño hecho piedra, pero palpa un muro que en realidad es pared y, a pesar del cristal y la sangre, no hay olvido, terminando la travesía de sí mismo con el acercamiento a su propia sombra:
Fuiste, o no: eres cuerpo,
cuerpo deseado. Qué abrasante.
Aquella brasa queda.
Queda, calladamente vienes, triste o dulce,
a veces vienes, clavo que ya, cómo desgarra.
Yo te quiero.
Ceniza o qué. Aquel rescoldo.
Qué desolado está, sin ti,
este o aquel mundo que tú poblaste de linternas.
Ven.
Cuánto silencio hay. Cómo te llama.
Es Max, entonces, animal de aullidos, especie de grito que no ha encontrado cuerpos, mismos que buscará incansablemente en los años posteriores, en un recuento y un redescubrimiento de su propia voz y su intangible sombra. En esa negritud hay un lenguaje, una taladrante obsesión por decir de la manera más burda y más honesta, el deshuesadero y la vorágine que ahí se viven. Poeta estentóreo, heredero sin herencia de quienes van al olvido pero se ven devueltos pronto al escenario de las lenguas hondas, Max Rojas no es voz generacional, va solo desde hace decenios y hoy encuentra en la carnalería del carnaval que es hoy esta Babel de mil y un voces un oído preciso para instalarse y esperar, como lo viene haciendo, el recuento de los hechos para ser escuchado y permitir que sea el lector quien, en un momento dado, tenga el turno del oyente y el privilegio de encarar sus dudas con las incomprensiones de una sombra.
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Fernando Corona (Ciudad de México, 1978). Es Licenciado en Letras Clásicas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, de donde también es egresado de la Maestría en Letras Latinoamericanas. Trabajó en el Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional de México e impartió el Taller de Apreciación y Creación Literaria por parte de la revista Opción del ITAM. Es autor de seis títulos de poesía, uno de cuento y uno de ensayo. Ha sido profesor de griego, latín y poesía griega en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, así como Becario de Investigación en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México. Es Coordinador de la Biblioteca del Museo Nacional de Arte, Coordinador de Planeación de la Asociación Mexicana de Profesionales de Museos, A. C., y Vicepresidente de la Asociación de Escritores de México, A. C.