Por Max Rojas
Cuando un grupo humano, por pequeño que sea, deja que su Cultura se pierda -o que se la pierdan, que es lo más grave-, deja de ser un grupo humano y se convierte en desbandada, polvo que se va con el aire, mero recuerdo, útil sólo para estudiosos de un pasado irremediablemente ido. Cultura -entendámonos- como modo de vida, lo que se respira, como el aire, desde el momento mismo en que nacemos, y nos moldeará para el resto de nuestra vida. La leche materna, pues, el alimento primordial que dará a esa comunidad su sello distintivo de ser ella y no ninguna otra, su marca de fábrica, su identidad, en suma.
Hablamos de tradiciones, de costumbres, mitos, creencias, fiestas, signos y conjuros. Lo que no necesariamente está en los libros, pero está, así sea en forma imperceptible, en todas partes, en las casas, en los oscuros callejones, en las plazas, en los labios de todos, y sobre todo, en el espíritu y la vivencia cotidiana de quienes forman y conforman ese mundo que es, por sí solo, un universo entero, raíz y fronda, hueso y médula, razón primera y última de ser y estar sobre la tierra.
Se está sin estar -es la moda-, como bultos, sin ser de alguna parte. Y no se vive, se sobrevive rodeado de artefactos y en consumo desenfrenado, sin fuego y sin pasión que nos queme las entrañas, sin creencias y sin nada de verdad a qué aferrarnos, huecos, con sólo la fachada y, detrás, el vacío.
Pobres de los Pueblos cuando están vacíos. Se vuelven presa fácil de todos los desmanes y los despojos. Ixtapalapa, esa delegación tan bronca, en muchos sentidos está salvada. Terca se aferra a sus costumbres, a sus creencias, a su historia. Y la conmemoración, cada año, de la Pasión de Cristo, obra colectiva y popular de los ocho barrios, es el mejor ejemplo de grandeza de espíritu que nos dan a todos. Se puede ser moderno y, a la vez, ser fieles al origen, a la raíz que le dio comienzo a todo. La memoria también debe ser un arma en estos tiempos sin futuro.